Hace ya más de un año que el mundo tembló bajo nuestros pies, dando lugar a que, como individuos, como región, como país y como sociedad, nos replanteáramos muchas de las realidades vigentes hasta el momento. Las relaciones sociales, la educación, la sanidad, el ocio…y por supuesto el turismo.
En los años, incluso en las décadas, anteriores a la pandemia, ya eran muchas y diversas las voces que hablaban por un cambio radical en los modelos turísticos ofertados, erradicando de nuestros pueblos y ciudades el conocido como «turismo de borrachera». Como ya sabemos, este tipo de actividad se caracterizaba por reunir a multitudes, generalmente jóvenes llegados otros países europeos, que no eran atraídos por ofertas culturales, paisajísticas o de relax, si no por la posibilidad de dar rienda suelta a sus excesos, con alcohol barato e ilimitado, alojamientos atestados y horarios imposibles.
De este modo, algunos, tan sólo unos pocos, hacían caja rápida, mientras tanto las calles y edificios se deterioran, el resto de la hostelería y los comercios locales ven como otro tipo de visitantes abandonan o evitan el lugar, la sanidad y otros recursos como la seguridad pública se saturan, los vecinos y vecinas sufren estrés y otras enfermedades debidas a la falta de descanso generada por el estruendo continuo, atrapados en propiedades imposibles de vender pues ha perdido todo su valor…Nadie quiere vivir allí.
Justo antes de iniciarse la presente crisis generada por la covid-19, un lugar emblemático como Baleares inició un plan firme para acabar con este tipo de turismo. En el verano de 2020, en plena pandemia, se vio obligado a tomar medidas drásticas, como el cierre de tres calles enteras en Mallorca.
Este esfuerzo se repite en otras comunidades, provincias y municipios de todo nuestro territorio. El riesgo sanitario se convierte en el espaldarazo definitivo para abandonar formas trasnochadas de presentarnos ante mercados turísticos dentro y fuera de nuestras fronteras, y hacerlo como un destino que se preocupa, a corto, medio y largo plazo, por la recuperación, protección y conservación de nuestro patrimonio, por desarrollar y apoyar negocios hosteleros y de comercio seguros y de calidad, por atraer recursos culturales europeos, por turismo ecológico y sostenible, etc.
Como siempre, hay excepciones a la norma y durante las pasadas semanas hemos podido ver imágenes en las que las calles de Madrid aparecían como un gigantesco botellón, en el que las medidas de seguridad parecían no estar presentes. Ante la alarma social y la indignación generadas, cabía esperar medidas disuasorias y tajantes del Gobierno de la Comunidad de Madrid y de su Ayuntamiento. Estas no sólo no llegaron, si no que cuando pudimos escuchar sus voces estas defendían esta fútil fuente de ingresos y hasta la situaban como bandera de una mal entendida libertad.
Tergiversando nuevamente conceptos, algunos han clamado diciendo que denostar el turismo de excesos es clasista, pues estigmatiza a quienes no pueden permitirse lujos. Nada más lejos de la realidad, nuestro país ofrece recursos de calidad a precios muy diversos. Pasear por nuestras calles y parajes naturales no implica gasto adicional alguno, el acceso a muchos museos es gratuito o cuenta con un precio reducido para determinados colectivos (por ejemplo jóvenes y estudiantes), o en determinadas franjas horarias. Por poner dos ejemplos, el Museo de Málaga es gratuito para todos los ciudadanos acreditados de la UE, y el Museo Picasso cuenta con entrada libre para personas con diversidad funcional, desempleados, menores hasta 16 años, estudiantes de la Universidad de Málaga (UMA) con carné, docentes acreditados, miembros del ICOM, y para todos los públicos cada domingo hasta dos horas antes de su cierre. La hostelería y el comercio también dirigen su oferta a distintas realidades. En definitiva, disfrutar lo que nuestra naturaleza, nuestros pueblos y ciudades pueden ofrecer al visitante, no es más caro que beber sin control.
Si, como hemos señalado anteriormente, pretendemos afianzarnos como una sociedad madura en lo político, en lo social y, por supuesto, en lo turístico, no podemos permitir que se propaguen ideas de libertad tan erróneas e inmaduras como llegar más tarde, beber más y que nadie me diga que tengo que hacer. No seamos el área de desfogue en la que se permite lo que está prohibido en los países de origen. Defendamos nuestra identidad turística sin permitir que se diluya, sin permitir que recibamos visitantes a los que no les importa dónde están. Apostemos por la recuperación para hoy, pero también para el mañana. Más apuestas por Pompidou, Prado, o Teatro Romano de Mérida, más Sierra de Jarapalos o Cuevas del Barrio viejo, más cachorreñas, más espetos, más cocido madrileño, más gastronomía de vanguardia, más parajes singulares, más historia, música y teatro. Más nosotros, hoy, mañana y siempre.